martes, 21 de abril de 2009

Acompañados es más facil


El tamaño de nuestro corazón es proporcional al número de personas que hemos dejado entrar en él
Acompañados es más fácil
Acompañados es más fácil
1.2 hijos por mujer. Ésa es, aproximadamente, la tasa de natalidad en países como Italia o España. De seguir así las cosas, dentro de 25 años la mitad de los niños serán hijos únicos de padres que, a su vez, son hijos únicos. Es decir la mitad de los niños no tendrá ni hermanos, ni primos, ni tíos. Para aquellos que hemos tenido una infancia normal, el dato es espantoso. Una familia común estará compuesta por los padres, el niño y pare usted de contar. A no ser que decidan ampliarla con un par de perros o de gatos.


Eso sí, seguramente, el niño –y las mascotas– en cuestión lo tendrá todo: la videoconsola de última generación, ordenador, las zapatillas del futbolista de moda, la camiseta más reciente de su equipo preferido, el balón del mundial, un i-pod con más canciones de las que pueda escuchar en toda su vida y todo el largo etcétera de cosas que el capricho infantil pueda desear. Lo tendrá todo, pero lo tendrá solo.


Hay pocos motivos por los cuales una familia no pueda o no deba tener más que un hijo. Por desgracia estos motivos existen y son muy tristes Sin embargo el deseo de vivir con toda comodidad, o de dar todo lo que se nos ocurra a nuestra prole, no se encuentran en esta reducida lista. Ni siquiera cuando creamos que así los propios hijos serán más felices. Porque no será así.


La felicidad es algo muy difícil de concretar en una definición o idea. Pero lo que está claro, al menos para los que hemos sido y somos felices, es que la felicidad existe. Y si resulta difícil definir la felicidad, mucho más resultará ponerse de acuerdo sobre cómo alcanzarla. Aun así, resulta casi imposible pensar que, en la edad infantil, soledad y felicidad puedan vivir bajo el mismo techo.


El misterio de la felicidad

Las peleas por el sitio de adelante en el coche, las conjuras de los hermanos y primos pequeños para derrocar a los mayores, las conversaciones nocturnas cuando el sueño no llega, la ilusión de heredar la ropa legada de hermano en hermano, los tumultos de niños comiendo en la cocina, los domingos por la tarde en el parque o en el jardín, la algarabía de las reuniones familiares, el alboroto de los más pequeños que gritan y corretean por doquier… Si uno se detuviese a mirar a los niños en circunstancias parecidas se daría cuenta inmediatamente de que están contentos, aunque no sepan muy bien por qué. Los niños son así. Cuando arman jaleo se sienten felices y les importa poco si el bullicio es porque están jugando al escondite, persiguiendo algún animalillo o buscando un tesoro escondido. A veces incluso habrá roces y riñas pero, ¿qué son sino la escuela del perdón?


Será más difícil

Un niño que, cuando llegue a casa, no tenga con quién hablar, que sólo pueda jugar con la Play Station, difícilmente será hoy un niño feliz y un adulto normal mañana. O puede que sí, pero se lo habremos puesto más difícil.


Nuestros hijos serán más felices cuando tengan con quien usar su balón y manchar su camiseta, cuando puedan pelearse con alguien por el sitio en el sofá o por entrar primero en el baño o cuando se den cuenta de que en la mesa siempre hay comida para todos. Porque sólo con la convivencia cotidiana se aprende a compartir, a ceder, a respetar, a olvidarse del propio egoísmo y a amar. Porque, al final, el tamaño de nuestro corazón es proporcional al número de personas que hemos dejado entrar en él. Porque los corazones mezquinos no saben mirar más allá de su pequeñez.


Las fórmulas para llegar a ser feliz son muy complicadas. Tener hermanos o dejar de tenerlos tampoco es una garantía infalible. Pero para ser feliz, como para todo, hay caminos mejores y caminos peores. Se escoja el que se escoja, será mejor ir siempre con buena y abundante compañía.

Autor Iñigo Alfaro
Fuente Catholic net



lunes, 20 de abril de 2009

De la familia junta a la familia unida

Hace unos años, en un estudio realizado en México, todas las personas que participaron en grupos de trabajo por todo el país, coincidieron en señalar que para ellos el valor principal que justifica cualquier sacrificio es tener una "familia unida" donde reine el amor.

Sin embargo, en el mismo estudio también se constató que la mayoría de las personas vive en un modelo de "familia junta" donde las relaciones se entablan en función de la utilidad y los intereses personales, y no sobre la base del amor. Incluso algunos, no pocos, reconocían que vivían una situación de "familia rota", donde de hecho ya no había prácticamente ninguna relación. Muchos afirmaban que del amor al rencor, la mayoría de las veces hay un pequeño paso y basta un suceso insignificante para destruir todo lo que parecía haberse construido en mucho tiempo.

Quizás estas observaciones de campo sirven para apoyar una idea que actualmente circula por todas partes: la familia está en crisis. Todo el mundo lo dice, pero ¿en qué consiste la crisis de la familia?

En primer lugar, hay que decir que la crisis de la familia es consecuencia de la crisis que sufre el matrimonio porque, como dice sabiamente la constitución italiana: "La república reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio". La familia se funda en el matrimonio, pero la nueva concepción de la sexualidad que reina en nuestra sociedad parece haber roto el ideal de matrimonio que vivieron nuestros padres y abuelos. Sin embargo, hay algo más.

Se puede decir que la crisis de la familia es, sobre todo, una crisis de las funciones de la familia. La sociología tradicional distingue dos tipos de funciones de la familia. Por una parte, sus funciones institucionales: la función biológica (transmitir y acoger la vida humana), la económica (proveer los bienes materiales necesarios para la subsistencia), la protectora (ofrecer seguridad contra los riesgos de la existencia), la cultural (transmitir los valores y tradiciones ético-sociales), y la función de integración (introducir al individuo en la sociedad y ejercer un control sobre él).

Por otra parte, están las funciones personales de la familia, que consisten en dotar de afectividad e integración a la relación entre marido y mujer (función conyugal), entre padres e hijos (función parental), y entre los hermanos (función fraternal). El buen cumplimiento de estas funciones personales estaría detrás de lo que los mexicanos del estudio llamaban una familia unida, y todos veían en ella el mayor ideal de felicidad que se puede tener en esta vida.

Desgraciadamente, solemos conferir demasiada importancia a las funciones institucionales en perjuicio de las personales, y encontramos fenómenos como el del padre ausente -cuya única función es proporcionar sustento económico a la familia-, o el de la madre excesivamente rígida pero poco afectiva, que producen desequilibrios en las relaciones personales. Otro grave problema es la ruptura de la relación matrimonial, que causa alteraciones de las relaciones paterna y materna con un "efecto dominó".

En un reciente estudio publicado en Estados Unidos sobre los efecto de las rupturas matrimoniales en los hijos, después de muchos años de investigación, se desprendía una conclusión final: el peor matrimonio es siempre mejor que el mejor divorcio. Detrás de esta afirmación aparecía una amplia muestra de problemas afectivos y psicológicos en los hijos de familias rotas. La conclusión equivocada de este estudio podría ser: entonces, no es tan malo tener una familia junta, al fin y al cabo siempre resulta mejor para los hijos que una familia rota. Pero este conformismo significa dar el primer paso hacia la "familia rota", porque se deja de poner el esfuerzo real de atención constante que requiere la familia unida.

Sí, la familia unida requiere un esfuerzo constante o, mejor dicho, una atención constante por cultivar continuamente las funciones personales de la relación familiar. Esta atención comienza desde antes de elegir a la pareja; de hecho, ahí se juega la mayor baza que después será muy difícil corregir. Siempre es útil un consejo fundamental: a la hora de casarse conviene fijarse más en las funciones personales que en las institucionales.

Quizás el problema está en que, lo que en teoría consideramos el principal valor -la familia unida-, en la práctica queda relegado a una de las responsabilidades menos prioritarias de nuestra vida. Ponemos primero la utilidad y luego, el amor. Pero el amor es como los idiomas, que si no lo cultivas cada día, se olvida. El amor requiere una entrega sacrificada cada día, cada minuto, cada segundo; si no, se debilita y muere.

Autor: P. Enrique Cases
Tomado de catholic.net