lunes, 27 de julio de 2009

Padres al por mayor de familias singulares

Los Klappenbach, Jantus, Dickson y Elizalde dicen que vale la pena tener muchos hijos; la clave es organización y disciplina

  • Llaman la atención en un mundo donde el grupo familiar tipo tiene dos hijos
  • Cómo hacen con la ropa, la comida, los estudios
  • Para ellos no hay vacaciones

Padres al por mayor de familias singulares

Malcolm Dickson, un vecino de Tigre, recibirá hoy nueve saludos en su día y se considera un afortunado Foto: Jorge Bosch

Diecisiete veces padre. Cuando Horacio Klappenbach noviaba con su actual mujer, Carmen García Llorente, ambos decían que querían tener muchos hijos, que 16 era un buen número. Se pasaron por uno. Rafael de Elizalde, yerno de Klappenbach, todavía se asombra de su suegro, pero va por siete chicos, incluidas trillizas.

Alejandro Jantus también soñaba con varios hijos, aunque era consciente de que tal vez no le llegara ninguno. Recibió 11. Malcolm Dickson pensaba que engendrar cuatro ya era generosidad. El impacto que le produjo el primero hizo que llegara a nueve.

En una Argentina caracterizada en otras épocas por sus familias numerosas, hoy llaman la atención los padres que se animan a dar vida al por mayor, conscientes del esfuerzo, sacrificio y las privaciones que significa. Dicen que vale la pena.

"Con el primero la impresión es notable, pero la mezcla de responsabilidad y esperanza que se apodera de uno en ese momento se repite con el nacimiento de cada uno", explicó Jantus, escribano de 70 años, que vive en Tigre. Para Dickson, empresario marítimo de 47 años, ese instante se convirtió en una experiencia religiosa. El y su mujer, Erica, tenían la idea de tener una familia mayor que lo convencional.

"Hoy son dos, pero en ese momento lo normal era tres hijos, pensábamos que con cuatro estaba bien", contó Dickson. "Al tener el primero nos dimos cuenta de que un hijo es un regalo de Dios, y que no podíamos decir que no a semejante don", dijo.

Aunque coinciden en que hoy no es común ser padre de tantos hijos, lo consideran natural. "Es una ironía, nos miran como bichos raros cuando lo normal en la naturaleza es que la familia sea numerosa", dijo Jantus.

Rafael de Elizalde, de 40 años y que trabaja en telecomunicaciones, cuenta que en las caras de amigos y conocidos encuentra dos expresiones: de "¡Qué locura, pobre tipo!" o "¡Fantástico!"

"No tenemos soledad"

"Sorprende la cantidad de gente que luego lo encuentra atractivo, entre otras cosas porque si hay algo que no tenemos es soledad", agregó.

Para educar al por mayor, se les pidió la receta, ya que según ellos multiplicar los métodos y los números por docenas no es una solución. Klappenbach, con la experiencia de 70 años y sus 17 hijos (uno de ellos sacerdote y dos murieron de pequeños), aconsejó, como primera medida, no tener miedo. Y mucha organización, algunos límites y dedicar todo el tiempo posible a los hijos y a la mujer, que es el núcleo de la familia. Estar con ellos en cada etapa de su vida es indispensable, dice Klappenbach, que, ya jubilado, sigue ayudando con las tareas escolares de sus nietos: les busca información en Internet y así se comunica con su prole desparramada por todo el país y en algunos otros lugares del mundo.

Cuando van creciendo se ayudan y se educan entre ellos. "Muchas veces los más grandes me decían que a los más chicos los tratábamos como a nietos. Tienen razón, pero además de estar más ablandados tenemos que defenderlos de sus hermanos mayores", justificó Klappenbach.

Dickson dijo que a todos les dan lo mismo y a cada uno lo que necesita. "Aunque pueden parecerse físicamente, cada uno tiene su personalidad y se los educa para que sean independientes", agregó.

Elizalde intenta, a través de la perseverancia, disciplina y organización, inculcarles valores que los conviertan en personas nobles, en luchadores. Aunque la empresa en la que trabaja tiene su oficina central en Buenos Aires, él armó un búnker en casa. "Les preparo el desayuno, los llevo al colegio y juego con ellos, pero también les exijo mucho, a través de pequeñas responsabilidades", contó.

Receta para llegar al día 30

Cómo llegan a fin de mes estas familias, con tantas bocas que alimentar, zapatos que comprar y un sinfín de cosas más, es el mayor interrogante.

"Hay que trabajar mucho, pero se puede si se lleva una vida austera y sencilla", contestó Dickson.

Según Elizalde, donde come uno comen dos y así sucesivamente. No sobra, tampoco falta. En el menú abundan platos económicos que alimenten: guisos, fideos, papas y pollo. En lo de Klappenbach, las milanesas provocaban carreras. La ropa también es la justa y en su mayoría, heredada. Con los libros del colegio pasa igual.

Aunque sorprenda, las casas, siempre llenas y muy vividas, suelen estar ordenadas. "Es para que la usen, pero también hay que educar para que la cuiden", dice Elizalde en el living despojado de su casa, muy a la moda.

Las camas, en la mayoría de los casos, son cuchetas. Para bañarse, turnos establecidos. Y las tareas de la casa son responsabilidad de todos, aun de los más chicos. "Un chico de cuatro años hace la cama mal, pero a los seis ya le sale perfecta", cuenta Jantus.

Salir de vacaciones casi siempre es un imposible. "Ninguno de mis hijos viajó en avión", graficó Elizalde, que, por su trabajo, pasa gran parte del mes arriba de ellos. El padre de Dickson llevó de vacaciones a cinco nietos. La primera noche, el abuelo Dickson no salía de su asombro cuando vio que los niños levantaron los platos y los iban a lavar. Al otro día, no querían bajar a desayunar sin tender las camas. "¡No tenían idea cómo funciona un hotel!", dijo.

"No hay moneda ni diversión que pague ver nacer, crecer y desarrollarse a un hijo", dijo Elizalde. "No es por religión, es una razón de ser, un fundamento de vida y una entrega de amor y generosidad", definió. Los padres de familias numerosas hoy no son la mayoría en la Argentina. Pero tampoco son pocos.

Por Graciela Arias
De la Redacción de LA NACION

lunes, 20 de julio de 2009

Derecho a ser feliz


Rigurosa actualidad.


"Yo tengo derecho a ser feliz" me decía ayer un amigo al anunciarme su propósito de abandonar a su mujer y a sus hijas para formar una nueva familia con otra mujer.
Me impresionaba que una persona adulta e inteligente estuviera decidida a echar por la borda quince años de vida familiar arguyendo que la felicidad es un derecho como los de la Declaración universal de derechos humanos.

No es fácil aclararse sobre a qué llamamos felicidad. Algunos creen que es un estado de ánimo y pretenden encontrarla en la euforia de la borrachera o de la droga o en los libros de autoayuda.
Para otros, es la satisfacción de todos los deseos y, como están insatisfechos, se sienten casi siempre tristes.
De hecho, lo que está más en boga es la identificación de la felicidad con el sentirse querido, con el estar enamorado. Quizá por ese motivo vuelan por los aires tantos vínculos matrimoniales, esclerotizados por la erosión del tiempo, el aburrimiento mutuo o el desamor infiel.

Ya Aristóteles, hace más de dos mil trescientos años, advirtió que la felicidad no era algo que pudiera buscarse directamente, esto es, algo que se lograra simplemente porque uno se lo propusiera como objetivo. Como todos hemos podido comprobar en alguna ocasión, quienes ponen como primer objetivo de su vida la consecución de la felicidad son de ordinario unos desgraciados. La felicidad es más bien como un regalo colateral del que sólo disfrutan quienes ponen el centro de su vida fuera de sí.
En contraste, los egoístas, los que sólo piensan en sí mismos y en su satisfacción personal, son siempre unos infelices, pues hasta los placeres más sencillos se les escapan como el agua entre los dedos.
Me gusta pensar que, en vez de un derecho, la felicidad es un deber.
Los seres humanos hemos de poner todos los medios a nuestro alcance para hacer felices a los demás; al empeñar nuestra vida en esa tarea seremos nosotros también felices, aunque quizá sólo nos demos cuenta de ello muy de tarde en tarde.
Viene a mi memoria un programa religioso para jóvenes en la televisión española de los sesenta que tenía como lema: "Siempre alegres para hacer felices a los demás".
¡Cuánta sabiduría antropológica encerrada en una fórmula tan sencilla!

Creer que los seres humanos alcanzamos la felicidad acumulando dinero o coleccionando mujeres (u hombres) como si fueran trofeos de caza es un grave error antropológico.
El secreto más oculto de la cultura contemporánea es que los seres humanos sólo somos verdaderamente felices dándonos a los demás.
Sabemos mucho de tecnología, de economía, del calentamiento global, pero la imagen que sistemáticamente se refleja en los medios de comunicación muestra que sabemos bien poco de lo que realmente hace feliz al ser humano.
La felicidad no está en la huida con la persona amada a una paradisíaca playa de una maravillosa isla del Caribe, abandonando las obligaciones cotidianas que, por supuesto, en ocasiones pueden hacerse muy pesadas.
La felicidad no puede basarse en la injusticia, en el olvido de los compromisos personales, familiares y laborales, tal como hacen algunos de los personajes de Paul Auster que cada diez años huyen para comenzar una nueva vida desde cero.
La felicidad -respondí a mi amigo con afecto- no es un derecho, sino que es más bien resultado del cumplimiento -gustoso o dificultoso- del deber y aparece siempre en nuestras vidas como un regalo del todo inmerecido, como un premio a la entrega personal a los demás, en primer lugar, al cónyuge y a los hijos.

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*Jaime Nubiola es profesor de filosofía en la Universidad de Navarra y profesor del Doctorado en Filosofía de la UNT (jnubiola@unav.es). Copyright: La Gaceta de los Negocios (Madrid) y EL SIGLO de Tucumán (Argentina) 2007.