EL deterioro creciente de la convivencia social -por diferentes factores, entre los cuales se cuentan el aumento de la inseguridad y el desplazamiento de la delincuencia a edades cada vez más tempranas- conforma una realidad a la que ningún sector de la vida argentina puede considerarse hoy ajeno. No siempre se analizan con la debida atención las causas profundas que están detrás de ese fenómeno negativo e inquietante.
Identificar tales causas no es tarea simple. Pero hay un punto, sin embargo, en el que se advierten sintomáticas coincidencias en múltiples sectores de la comunidad, y es en el reconocimiento de que uno de los factores más poderosos en ese proceso de degradación es el deterioro de la célula social básica: la familia.
Un estudio interdisciplinario realizado por el Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral permitió arribar, en octubre del año anterior, a conclusiones altamente reveladoras en ese sentido. Sobre la base de un sondeo probabilístico y diversificado que abarcó 1257 casos, tomados sobre una población mayor de 17 años, se pudo establecer que para el 77 por ciento de los encuestados -lo que equivale a ocho de cada diez argentinos- la familia constituye el principal fundamento de la vida social.
Sin duda existen hoy políticas sociales para combatir los fenómenos que en mayor medida atentan contra la estabilidad de ese valor central de la organización comunitaria, tales como la violencia familiar, la drogadicción, el alcoholismo o las tendencias antisociales de cierta juventud.
Sin embargo, es evidente que sigue faltando en la Argentina una política familiar orgánica e integral, cuyo objetivo no sea únicamente remediar males, sino también promover bienes o desarrollar valores que ayuden a los miembros del núcleo social básico a acceder a niveles mínimos de seguridad económica y, consecuentemente, a alcanzar un crecimiento grupal e individual satisfactorio.
La familia -basada en los lazos de la sangre o del afecto- es una realidad humana y social insoslayable, cuyo fin es el desarrollo personal de cada uno de sus miembros, pero también es la célula biológica, moral y cultural de un país, y, por lo tanto, se proyecta al plano institucional e impone responsabilidades delicadas a quienes ejercen el gobierno de una sociedad.
El interés público por la familia no tiene fundamento en las relaciones de carácter afectivo o sentimental que suelen caracterizarla (del mismo modo que no le atañen a la autoridad otras relaciones de ese tipo moralmente relevantes, como la amistad). La familia se instala como un valor de interés social por la función irreemplazable que suele desempeñar en la salud física y psíquica de la población y en la educación de los ciudadanos, aspectos todos determinantes -en definitiva- de la calidad de vida de una comunidad. No hay ninguna organización pública ni privada que preste servicios humanizadores y socializantes con la eficacia y la economía de recursos con que lo hace normalmente una familia bien articulada.
En las últimas décadas del siglo XX los argentinos empezamos a tomar conciencia de la necesidad de proteger nuestro hábitat físico. A comienzos del siglo XXI afrontamos un nuevo desafío: trabajar en la protección real y concreta de ese importante hábitat espiritual: la familia.
Se abre así, en nuestro país, un nuevo tema de encuentro para los argentinos: el de la ecología humana familiar, que conforma el concepto integral de ecología desde el que cabe interpretar la teoría del desarrollo sustentable, consensuada por la comunidad internacional en 1992.
Las macropolíticas educacionales, laborales, civiles, tributarias, asistenciales, urbanísticas, arquitectónicas, económicas y sanitarias no pueden tener una actitud ecológica neutral. Deben promover, proteger, ayudar y facilitar la constitución y el mantenimiento del núcleo básico de la sociedad.
El diseño de una política familiar que facilite a los argentinos la vida familiar es una de las respuestas centrales al deterioro creciente de nuestro tejido social.
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